martes, 2 de marzo de 2010

Un papel en blanco

La ancianita llevaba un papel en blanco adonde quiera que se dirigiese. Lo cuidaba con mucho recelo, como a su tesoro más preciado.

Cuando alguien le preguntaba para que lo tenía, ella respondía que para escribir algo que todavía no se le había ocurrido, pero ya llegaría.

Cuando alguien le preguntaba si lo escribiría, ella respondía que el día menos pensado, con una birome quizá aún no fabricada, que no pensaba en ello todavía.

La realidad es que ella no pensaba que el papel le alcanzara para escribir todo lo que quería, creía que le sería insuficiente. A su vez pensaba que le podría sobrar mucho, y no quería dejar un silencio tan largo.

Pensaba que no podría relacionar bien las palabras para explicar relaciones sin palabras.

Dubitaba sobre como se escribiría una u otra cosa, para que lo entiendan aquellos a quiénes quería dirigir su escrito pero no conocía su dialecto.

Buscaba un lugar lo suficientemente seguro donde enterrar su posible legado sin ser profanado, y, a su vez, lo suficientemente accesible como para que lo encontrase aquél apreciado ser destinatario de su mensaje.

Amagaba con escribir cada tanto, se dejaba vencer por el relajante blanco.

Cesaba, la cegaba tanta luz, tantos recuerdos que asentar, tantas maneras de comunicar.

Así es como pasó el tiempo, así es como lo dejó pasar.

Optó por llevarse consigo cada una de esas palabras que intentaron armar frases en su cabeza, algunas con mucho sentido, la mayoría con gran sentimiento, dejando un eterno silencio, un papel en blanco.